Eterna búsqueda
Recién habían deshecho la cama y hecho el amor. Ella, recostada junto a él, sonreía al recorrerle las piernas con su tacto cálido de pies blancos y esmalte rojo. Se divertía enredando sus manos en el vello que poblaba el pecho de él, mientras se preguntaba y le preguntaba si tenía miedo; le preguntaba acerca de sus miedos más profundos. Le preguntaba acerca de sus verdaderos miedos y no de los lugares comunes, ni de esos miedetes democráticos que nos aquejan a todos tarde o temprano, como el de dejar olvidado el bolso en el asiento del cine, o tocar por accidente el lomo de una araña que está a punto de resbalar del borde hacia el interior de un vaso lleno con leche tibia. Lo ametrallaba con su interrogatorio. En definitiva, ella quería saber sobre el miedo. El verdadero y absoluto miedo. Y justo ahora, en aquellas circunstancias.
Esa tarde, él no sabía cómo explicarlo a ciencia cierta, pero se había quedado sin palabras. Y ella insistía. Para él, quedarse sin palabras y no poder explicar con claridad sus ideas, era, lo que se dice, un escándalo. Quería responder con algo a la pregunta de ella, casi con lo que fuera. Se lo debía. Después de todo, estaba dispuesta en carne y alma acompañándolo en ese último viaje. Pero también se lo debía a él y a su orgullo, que aunque de poco le servía ya, estaba allí. Sin embargo, él se encontraba con las ideas todas revueltas, arremolinadas, casi rotas o extraviadas en vaya a saber qué rincón de la memoria. Si tan sólo ella pudiera entrar en su cabeza y palpar los pensamientos, entenderlos de ese modo tan íntimo pero tan dogmático, tan acto de fe, tan a ciegas, pero suficiente y válido como cualquier otro método que hubiera por ahí para iluminar el entendimiento, si es que realmente había algo que entender, entre la cálida humedad de sus alientos y los vapores tibios de sus cuerpos, él lo hubiera agradecido minuciosamente.
Ambos se bebían los restos de la tarde que se escapaba lenta por la ventana, dando paso a una tranquila penumbra. Y eso era la vida, nada más ni nada menos, estar ahí, tendidos, tocándose apenas, contemplándose desnudos, sabiéndose juntos, perdidos uno dentro de la otra, o más bien, encontrados mutuamente en la savia de sus cuerpos, en sus cansancios de cama y vino, exhaustos pero fuertes, reconociendo que al encontrarse por fin habían llegado a buen puerto. Él, un brillante filosofo que había renunciado a una meteórica trayectoria académica para convertirse en payaso de fiestas infantiles. Ella una mala actriz de teatro venida a menos, convertida en prostituta amateur por necesidad, pero también por diversión. Una noche de lluvia, pocos clientes y muchos fracasos, ambos se encontraron sin buscarse. Una habitación sucia, una cama dura y con las entrañas de fuera les indicaron el camino. Se pertenecían. Los dos eran uno y lo mismo: la historia de una constante caída, de una eterna búsqueda que no llevaba a ninguna parte. Y eso, eso era la vida. Había en la atmósfera una especie de acuerdo mutuo y perenne, que era como los pocos muebles o los muchos libros de la habitación, en el que se había prometido no hablar de ese gran miedo al que no sabían por qué causa era el más común de los miedos, si era, al parecer de ambos, a lo único a lo que no se le podía o debía temer. Al final de cuentas, —aunque no lo dijeron, porque se hubieran sentido patéticamente arcaicos— todos, pero todos íbamos descendiendo por esa vía tan transitada. Unos más rápido, otros más lento, pero todos íbamos derechito al Hades. Además, estaban demasiado desnudos, de ropas ambos, y de palabras él, como para desperdiciar tanta desnudez hablando de la muerte y otras piorreas, pensó él. Quizá al rato…
Brindaron con un sorbo más de aquél nebiolo oscuro y casi amargo. Por habernos encontrado, dijo ella. Por tus labios, dispuso él. «Tiene un gusto raro» dijo ella con una sonrisa dibujada en su rostro. Ambos entornaron los ojos, acercando los vasos a sus labios, saboreando con antelación el líquido un tanto espeso. Ella lo miraba interrogante y seguía sonriendo. A pesar de la bebida, en su boca aún conservaba ese sabor tan de él, que no había encontrado en ningún otro hombre. «Hablábamos del miedo», dijo, mientras lo observaba llevarse la mano derecha hacia el mentón, en clara actitud reflexiva, que más bien era una pose que adoptaba casi de manera natural, para impresionar a sus interlocutores. Aunque no se lo dijo, al formular la pregunta, ella se refería a aquellos miedos que nos atormentan en el desayuno y viajan con nosotros en el autobús, rumbo al trabajo, aunque nadie los invite, aunque se quiera dejarlos atrás, en la oscuridad del ropero, hasta el fondo de las cajas en las que guardamos todas nuestras perversiones y nuestras manías. Ella quería hablar de la vida. Él quería hablar del miedo a la vida. Pero no podía, no encontraba las palabras. Por ello, él habló del futbol, de cómo no era tan diferente ser un payasito que un profesor de filosofía, de cómo ese estar allí enredados era como una cinta de Moebius en la que todo era yuxtaposición, traslape. Todo para evadir hablar de la vida —del miedo a la vida—. Y ese, en verdad, era el miedo más absoluto y real en aquella habitación, en aquella noche. «El santo horror de lo real» diría Hegel —pensó él.
Ella se tendió sobre su costado derecho, dándole la espalda a él. Aquella espalda blanquísima le parecía deliciosa. Se reconocía tanto en aquella mujer: terca, rebelde, tierna, resignada a su suerte, aceptando las miserias del maldito destino. Tal vez dormitaron un poco. Tal vez el sueño era un nombre más para aquellos pesados silencios que se abrían entre ambos, pero que no eran molestos de ninguna manera. Más bien, los silencios eran como signos de que sí, de que ambos eran, de que entre ellos había. Él estaba seguro que la duda seguía rondando la cabeza de ella, y su silencio era la prueba fehaciente de que no lo iba a dejar en paz hasta que le contestara algo. Casi como en una conversación en el que él era el único interlocutor, a manera de respuesta, lanzó una pregunta, que más bien era una especie de primitiva e infantil reflexión: «¿Tenía miedo a pasar de largo por la vida o que la vida le pasara de largo?» Ella se movió un poco. Después de otro largo silencio, él sentenció que lo sobrepasaba un innombrable miedo de estar viviendo algo que no le correspondía; o por el contrario, de no vivir lo que realmente le estaba destinado. Ello siempre había generado en él una profunda angustia en su corazón, carajo, que él también tenía corazón, y bastante grande, aunque no quisiera reconocerlo a veces. Se preguntaba, no sin cierto dejo de desesperanza: «¿Eterna búsqueda de lo otro? ¿Fórmula cabalística que da sentido a todo y permite cruzar el puente hacia otras realidades? ¿Una metaecuación reveladora de lo absoluto?». Esas preguntas habían regido su vida, y aún no encontraba nada en ese peregrinar insulso e inútil. Aún no se encontraba en nada ni en nadie: lo único que sabía de cierto era que había tocado un nuevo fondo cuando se dio cuenta que ya no era feliz estando triste.
Sus dedos se enredaron en el cabello enmarañado de ella. Sentado sobre la cama, sintiendo el calor de la mujer a su lado, su campo de visión se posaba primero, en el montón de ropa sucia que parecían cuerpos lánguidos, fantasmas desparramados por el piso; luego, instantes después —o siglos; todo era tan relativo— , su mirada dio un salto abrupto hasta ajustarse lo suficiente para notar el perfil apenas dibujado de las torres de libros, apiñadas en los dos amplios escritorios sin ningún orden aparente, flanqueadas por sendas botellas vacías de vino. Sin sentirlo casi, la noche de aquel viernes se había instalado ya entre ellos, y de pared a pared en toda la casa.
Ella se levanto pesadamente para encender la luz, pero el le dijo que no lo hiciera, que se estaba mejor así. De cualquier modo, no necesitaban luces para saberse. Ella caminó hacia uno de los escritorios de la habitación. Sacó una vara de incienso y la encendió. El cerró los ojos para intuirla deslizándose desnuda, imaginando sus movimientos infantiles que, sin quererlo ella, resultaban tan sensuales. La escuchaba descalza, reconociendo el ritmo de sus pies. Sintió que ella se recostaba a su lado. Abrió los ojos. En un rincón de la habitación, la punta del incienso encendido rasgaba la negrura prevaleciente, asemejándose al ojo vigilante de un inútil cancerbero. Un hilillo breve de humo aromático ascendía hasta el cielo raso de cinco por cinco, mezclándose con el olor sucio de humedad y de viejo, formando una fragancia un tanto rancia, que se había adherido ya, como una seña de identidad, a las paredes, a los libros, a ellos mismos.
Él seguía en silencio. Pensaba en que antes, la palabra escrita había sido un refugio, una especie de catarsis que le permitía atisbar un poco las puertas entreabiertas de esa otra realidad que buscaba con ansia. Se sentía un escritor. Y hasta en alguna ocasión le pagaban por ello. Sin embargo, desde hacía un tiempo, las palabras ya no le eran suficientes para llenar ese gran vacío, esa ausencia de sí mismo que lo agobiaba desde siempre y que lo orillaba a buscar de manera constante, en todas partes, sin saber a ciencia cierta qué era lo que pretendía encontrar. Seguía sin poder articular sus ideas. Él era como una ontología cuyo centro estaba ausente.
Pensó que a final de cuentas, la respuesta a la pregunta que ella le hiciera ya hacía un rato —y todas las posibles respuestas a esa misma pregunta— eran un movimiento dialéctico de ida y vuelta, tesis, antítesis y síntesis girando siempre en espiral, debatiéndose entre ser y hacer, entre texto e imagen, entre fondo y forma. Y siempre, al final o detrás de todo, estaba ella. Así, sin quererlo. Sin siquiera imaginarlo, ella. Porque ahora todo encajaba de manera perfecta. Él sonrió al pensar aquello. Todo era claro ahora. Valía la pena seguir. Por fin había descubierto que ella en aquella cama, que ella en aquella habitación, que ella en aquel pequeño y cerrado mundo, etcétera. «Es que somos la cuadratura del círculo», pensaba él. Es cierto, somos la cuadratura del círculo, se repetía mientras intentaba organizar las palabras para responderle a ella. Ahora lo sabía e intentaba poner una expresión seria en el rostro, pero como siempre, terminaba por sucumbir ante los embates de la inevitable risa que le provocaba esa postura esnobista e intelectualoide que, frente a ella, practicaba por mera diversión. Quería hablar, decirle que por fin, mientras recorría el rostro de ella con los dedos, como si la acción de tocar fuera un génesis táctil, el mismo instante de la creación. Mientras tanto, ella sonrió. Sus ojos se abrieron un poco más, acusando quizá el dolor, pero resistiendo, callada, tal como habían acordado. Sus dedos, un poco crispados lo buscaron hasta encontrarlo, entrelazándose después, tendiendo puentes de él hacia ella, de ella hacia él. Los lazos que los unían en ese instante vibraban fuera del tiempo y del espacio, creando su propia e irreducible realidad. Y era irónico, casi divertido, que antes estuviesen hablando de la vida —del feliz miedo a la vida—, mientras la cicuta surtía efecto en sus cuerpos, y el rigor mortis les iba poco a poco entumeciendo los labios.
Por Rencoria
Esa tarde, él no sabía cómo explicarlo a ciencia cierta, pero se había quedado sin palabras. Y ella insistía. Para él, quedarse sin palabras y no poder explicar con claridad sus ideas, era, lo que se dice, un escándalo. Quería responder con algo a la pregunta de ella, casi con lo que fuera. Se lo debía. Después de todo, estaba dispuesta en carne y alma acompañándolo en ese último viaje. Pero también se lo debía a él y a su orgullo, que aunque de poco le servía ya, estaba allí. Sin embargo, él se encontraba con las ideas todas revueltas, arremolinadas, casi rotas o extraviadas en vaya a saber qué rincón de la memoria. Si tan sólo ella pudiera entrar en su cabeza y palpar los pensamientos, entenderlos de ese modo tan íntimo pero tan dogmático, tan acto de fe, tan a ciegas, pero suficiente y válido como cualquier otro método que hubiera por ahí para iluminar el entendimiento, si es que realmente había algo que entender, entre la cálida humedad de sus alientos y los vapores tibios de sus cuerpos, él lo hubiera agradecido minuciosamente.
Ambos se bebían los restos de la tarde que se escapaba lenta por la ventana, dando paso a una tranquila penumbra. Y eso era la vida, nada más ni nada menos, estar ahí, tendidos, tocándose apenas, contemplándose desnudos, sabiéndose juntos, perdidos uno dentro de la otra, o más bien, encontrados mutuamente en la savia de sus cuerpos, en sus cansancios de cama y vino, exhaustos pero fuertes, reconociendo que al encontrarse por fin habían llegado a buen puerto. Él, un brillante filosofo que había renunciado a una meteórica trayectoria académica para convertirse en payaso de fiestas infantiles. Ella una mala actriz de teatro venida a menos, convertida en prostituta amateur por necesidad, pero también por diversión. Una noche de lluvia, pocos clientes y muchos fracasos, ambos se encontraron sin buscarse. Una habitación sucia, una cama dura y con las entrañas de fuera les indicaron el camino. Se pertenecían. Los dos eran uno y lo mismo: la historia de una constante caída, de una eterna búsqueda que no llevaba a ninguna parte. Y eso, eso era la vida. Había en la atmósfera una especie de acuerdo mutuo y perenne, que era como los pocos muebles o los muchos libros de la habitación, en el que se había prometido no hablar de ese gran miedo al que no sabían por qué causa era el más común de los miedos, si era, al parecer de ambos, a lo único a lo que no se le podía o debía temer. Al final de cuentas, —aunque no lo dijeron, porque se hubieran sentido patéticamente arcaicos— todos, pero todos íbamos descendiendo por esa vía tan transitada. Unos más rápido, otros más lento, pero todos íbamos derechito al Hades. Además, estaban demasiado desnudos, de ropas ambos, y de palabras él, como para desperdiciar tanta desnudez hablando de la muerte y otras piorreas, pensó él. Quizá al rato…
Brindaron con un sorbo más de aquél nebiolo oscuro y casi amargo. Por habernos encontrado, dijo ella. Por tus labios, dispuso él. «Tiene un gusto raro» dijo ella con una sonrisa dibujada en su rostro. Ambos entornaron los ojos, acercando los vasos a sus labios, saboreando con antelación el líquido un tanto espeso. Ella lo miraba interrogante y seguía sonriendo. A pesar de la bebida, en su boca aún conservaba ese sabor tan de él, que no había encontrado en ningún otro hombre. «Hablábamos del miedo», dijo, mientras lo observaba llevarse la mano derecha hacia el mentón, en clara actitud reflexiva, que más bien era una pose que adoptaba casi de manera natural, para impresionar a sus interlocutores. Aunque no se lo dijo, al formular la pregunta, ella se refería a aquellos miedos que nos atormentan en el desayuno y viajan con nosotros en el autobús, rumbo al trabajo, aunque nadie los invite, aunque se quiera dejarlos atrás, en la oscuridad del ropero, hasta el fondo de las cajas en las que guardamos todas nuestras perversiones y nuestras manías. Ella quería hablar de la vida. Él quería hablar del miedo a la vida. Pero no podía, no encontraba las palabras. Por ello, él habló del futbol, de cómo no era tan diferente ser un payasito que un profesor de filosofía, de cómo ese estar allí enredados era como una cinta de Moebius en la que todo era yuxtaposición, traslape. Todo para evadir hablar de la vida —del miedo a la vida—. Y ese, en verdad, era el miedo más absoluto y real en aquella habitación, en aquella noche. «El santo horror de lo real» diría Hegel —pensó él.
Ella se tendió sobre su costado derecho, dándole la espalda a él. Aquella espalda blanquísima le parecía deliciosa. Se reconocía tanto en aquella mujer: terca, rebelde, tierna, resignada a su suerte, aceptando las miserias del maldito destino. Tal vez dormitaron un poco. Tal vez el sueño era un nombre más para aquellos pesados silencios que se abrían entre ambos, pero que no eran molestos de ninguna manera. Más bien, los silencios eran como signos de que sí, de que ambos eran, de que entre ellos había. Él estaba seguro que la duda seguía rondando la cabeza de ella, y su silencio era la prueba fehaciente de que no lo iba a dejar en paz hasta que le contestara algo. Casi como en una conversación en el que él era el único interlocutor, a manera de respuesta, lanzó una pregunta, que más bien era una especie de primitiva e infantil reflexión: «¿Tenía miedo a pasar de largo por la vida o que la vida le pasara de largo?» Ella se movió un poco. Después de otro largo silencio, él sentenció que lo sobrepasaba un innombrable miedo de estar viviendo algo que no le correspondía; o por el contrario, de no vivir lo que realmente le estaba destinado. Ello siempre había generado en él una profunda angustia en su corazón, carajo, que él también tenía corazón, y bastante grande, aunque no quisiera reconocerlo a veces. Se preguntaba, no sin cierto dejo de desesperanza: «¿Eterna búsqueda de lo otro? ¿Fórmula cabalística que da sentido a todo y permite cruzar el puente hacia otras realidades? ¿Una metaecuación reveladora de lo absoluto?». Esas preguntas habían regido su vida, y aún no encontraba nada en ese peregrinar insulso e inútil. Aún no se encontraba en nada ni en nadie: lo único que sabía de cierto era que había tocado un nuevo fondo cuando se dio cuenta que ya no era feliz estando triste.
Sus dedos se enredaron en el cabello enmarañado de ella. Sentado sobre la cama, sintiendo el calor de la mujer a su lado, su campo de visión se posaba primero, en el montón de ropa sucia que parecían cuerpos lánguidos, fantasmas desparramados por el piso; luego, instantes después —o siglos; todo era tan relativo— , su mirada dio un salto abrupto hasta ajustarse lo suficiente para notar el perfil apenas dibujado de las torres de libros, apiñadas en los dos amplios escritorios sin ningún orden aparente, flanqueadas por sendas botellas vacías de vino. Sin sentirlo casi, la noche de aquel viernes se había instalado ya entre ellos, y de pared a pared en toda la casa.
Ella se levanto pesadamente para encender la luz, pero el le dijo que no lo hiciera, que se estaba mejor así. De cualquier modo, no necesitaban luces para saberse. Ella caminó hacia uno de los escritorios de la habitación. Sacó una vara de incienso y la encendió. El cerró los ojos para intuirla deslizándose desnuda, imaginando sus movimientos infantiles que, sin quererlo ella, resultaban tan sensuales. La escuchaba descalza, reconociendo el ritmo de sus pies. Sintió que ella se recostaba a su lado. Abrió los ojos. En un rincón de la habitación, la punta del incienso encendido rasgaba la negrura prevaleciente, asemejándose al ojo vigilante de un inútil cancerbero. Un hilillo breve de humo aromático ascendía hasta el cielo raso de cinco por cinco, mezclándose con el olor sucio de humedad y de viejo, formando una fragancia un tanto rancia, que se había adherido ya, como una seña de identidad, a las paredes, a los libros, a ellos mismos.
Él seguía en silencio. Pensaba en que antes, la palabra escrita había sido un refugio, una especie de catarsis que le permitía atisbar un poco las puertas entreabiertas de esa otra realidad que buscaba con ansia. Se sentía un escritor. Y hasta en alguna ocasión le pagaban por ello. Sin embargo, desde hacía un tiempo, las palabras ya no le eran suficientes para llenar ese gran vacío, esa ausencia de sí mismo que lo agobiaba desde siempre y que lo orillaba a buscar de manera constante, en todas partes, sin saber a ciencia cierta qué era lo que pretendía encontrar. Seguía sin poder articular sus ideas. Él era como una ontología cuyo centro estaba ausente.
Pensó que a final de cuentas, la respuesta a la pregunta que ella le hiciera ya hacía un rato —y todas las posibles respuestas a esa misma pregunta— eran un movimiento dialéctico de ida y vuelta, tesis, antítesis y síntesis girando siempre en espiral, debatiéndose entre ser y hacer, entre texto e imagen, entre fondo y forma. Y siempre, al final o detrás de todo, estaba ella. Así, sin quererlo. Sin siquiera imaginarlo, ella. Porque ahora todo encajaba de manera perfecta. Él sonrió al pensar aquello. Todo era claro ahora. Valía la pena seguir. Por fin había descubierto que ella en aquella cama, que ella en aquella habitación, que ella en aquel pequeño y cerrado mundo, etcétera. «Es que somos la cuadratura del círculo», pensaba él. Es cierto, somos la cuadratura del círculo, se repetía mientras intentaba organizar las palabras para responderle a ella. Ahora lo sabía e intentaba poner una expresión seria en el rostro, pero como siempre, terminaba por sucumbir ante los embates de la inevitable risa que le provocaba esa postura esnobista e intelectualoide que, frente a ella, practicaba por mera diversión. Quería hablar, decirle que por fin, mientras recorría el rostro de ella con los dedos, como si la acción de tocar fuera un génesis táctil, el mismo instante de la creación. Mientras tanto, ella sonrió. Sus ojos se abrieron un poco más, acusando quizá el dolor, pero resistiendo, callada, tal como habían acordado. Sus dedos, un poco crispados lo buscaron hasta encontrarlo, entrelazándose después, tendiendo puentes de él hacia ella, de ella hacia él. Los lazos que los unían en ese instante vibraban fuera del tiempo y del espacio, creando su propia e irreducible realidad. Y era irónico, casi divertido, que antes estuviesen hablando de la vida —del feliz miedo a la vida—, mientras la cicuta surtía efecto en sus cuerpos, y el rigor mortis les iba poco a poco entumeciendo los labios.
Por Rencoria
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