U-turn
Vuelta en U
Fue como un sutil vértigo lo que hizo que Damián apartara la vista del libro. Para él, aquél viernes trece de agosto era una tarde como casi todas: luego de impartir su cátedra de pensamiento social contemporáneo en la Universidad, se había dirigido al café de siempre. Caminar por la ciudad era ingresar a un caos, a una masa gelatinosa y confusa que se adhería al cuerpo como mugre rancia: edificios vomitando rostros como muros, estridencias de humo negro, venas esclerotizadas por el asfalto y el plomo. Hacía frío y estaba a punto de llover. Como era su costumbre, Damián se acomodó en la mesa del fondo y pidió lo de siempre. A esas horas el lugar estaba semivacío, salvo aquellos pocos parroquianos —como él— que buscaban lugares pequeños, mal iluminados y tolerablemente sucios para rumiar a gusto sus soledades y escapar un poco de sí mismos. Colocó su saco en el respaldo de la silla y tomó asiento. Extrajo de su bolso militar un libro de aquél filósofo esloveno que lo tenía fascinado, se ajustó las gafas y se concentró en la lectura. Involuntariamente, a sus recién estrenados treinta se había convertido en un cliché, en el estereotipo esnob e intelectualoide de un joven profesor universitario: pantalón de mezclilla, botas para escalar sucias y gastadas, camisas sin marcas ni letreros, todo en colores parduscos, oscuros. Lo distrajo un poco la anónima llegada del latte y el muffin de zarzamora, pero siguió leyendo. Sin aspavientos, un peculiar olor a lluvia se coló por entre las mesas e inundó el lugar, mezclándose con el café y el pan recién horneado. Todo era lo de siempre: un sorbo, un mordisco, una página. Pero ahora estaba aquel vértigo fuera de lugar, esa fugaz sensación de malestar que lo había hecho apartar la vista del libro y fijarla en aquella familiar silueta que se perfilaba en la puerta del local. No era posible. Hacía tanto tiempo, casi quince años, y ahora ahí, como si nada, estaba ella. Definitivamente no era posible. Lo mejor era volver a la lectura, ignorar el recuerdo, desaparecer antes de que.
«¿Damián? ¿De verdad eres tú, Damián?» sonó desde el centro del lugar la voz de Ximena. «No lo creo. Te veo y no lo creo» dijo ella al tiempo que se acercaba. Sus ojos de avellana, grandes y expresivos mostraban una sorpresa auténtica. Sonrió ampliamente: aquellos jugosos labios no habían perdido el encanto con el paso de los años, y Damián no pudo evitar notarlo. Él la recordaba envuelta en colores brillantes, pero ahora ella vestía toda de negro, y quizá por ello se veía un poco pálida. Ya no era la delgada jovencita con cara de niña. Su cuerpo era ahora el de una mujer hermosa. A sus treinta y un años y sus dos hijos aún conservaba esa aura extraña, mezcla de inocencia infantil y sensualidad perversa. Se movía con gracia, ligera y segura. Sus pies seguían siendo bellísimos y bien cuidados [aún usas esos zapatos tan extraños, Ximena]. Dejó su pequeño bolso sobre la mesa. Se inclinó para besar en la mejilla a Damián. Éste, un poco sorprendido, percibió el tenue aroma a violetas que se desprendía del cabello de Ximena. Sintió como si se sumergiera en una especie de sopor envolvente, como si ese olor le perteneciera a él por derecho, o más bien, como si él fuera el esclavo de aquel olor y ahora le estuviera reclamando la potestad. Pero había también otro olor, como detrás o lejano, una especie de fragancia etérea un tanto desagradable que él no supo identificar. La nostalgia comenzó a tomar forma y se tendió un puente inmenso entre ellos, en aquella pequeña mesa, en aquel café cualquiera [tanto tiempo Ximena, tanto tiempo pensándote, extrañándote]. «Este es el último lugar en el que hubiera imaginado encontrarte», dijo Damián, oculto detrás de una sonrisa a medias, al tiempo que la invitaba a sentarse con un ademán.
«No alcancé a llegar al estacionamiento. Paco, mi marido, está fuera de la ciudad, e Isidora y Paquito están en casa de mamá», dijo Ximena. «Entré a este lugar escapando de la lluvia y mira, te encuentro aquí, leyendo. No has cambiado nada, Damián. ¿Qué haces? ¿Cómo te va la vida? ¿Hace cuanto que?». Damián, en silencio, la miró con interés. Estaba perdido en aquellos ojos, en lo profundo de aquellos ojos, recorriendo con la mirada los frágiles perfiles de los labios de Ximena, la delicada blancura de sus dedos, recordando la suave curva de su vientre desnudo y cómo éste encajaba perfectamente en su mano, el dulce abrazo de aquellas piernas, la terrible y deliciosa lentitud de los años de bachillerato en los que todo es búsqueda interminable, exploración casi penosamente gloriosa de una adultez que cuando llega ya es demasiado tarde [Ah, Ximena, siempre tú Ximena, nunca nadie sino tú, distintas manos y bocas y cuerpos pero siempre tú, Ximena, siempre tú. Pensar que me he empeñado minuciosamente en olvidarte]. «Pues yo igual, escapo un poco», dijo Damián. «Aunque a mí la lluvia no me molesta tanto; o, mejor dicho, esa lluvia, la de afuera, no me molesta. A casi diario vengo aquí para evadir un poco esta otra lluvia», dijo mientras se llevaba el índice a la sien. A ello siguió una pausa tensa, en la que ambos se miraron fijamente por un instante. «¿Te pido un té de menta?», preguntó Damián, rompiendo, por fin, el incómodo silencio. «¿Todavía te acuerdas?», dijo ella, sonriendo enternecida. Damián desvió un poco la mirada. Se sentía turbado. Hace muchos años había deseado ese encuentro, casi de la misma manera en la que lo estaba viviendo, así, fortuito e inesperado. En aquél entonces se había formulado toda una batería de preguntas [¿por qué Ximena, por qué te fuiste?], memorizado una serie de temas [prometiste estar siempre conmigo], justo para cuando llegara ese momento. Había repetido tantas veces en su cabeza aquella escena. Tenía varias hipótesis acerca de cómo ella podría haber cambiado, de cómo pensaría y de cómo actuaría al verlo, de cómo el tiempo podría haber transformado su imagen y su espíritu. Había pensado en ella obsesivamente hasta que se enteró, por una amiga en común, que Ximena se había casado. Después supo de un par de hijos y ella se volvió borrosa, quizá algún recuerdo ocasional, una lágrima tal vez, pero nada más. Damián pensaba en ella como una cicatriz que se ha cerrado. Y ahora que la tenía enfrente, tan cercana, tan natural, hoy que había vuelto a respirar su olor, los recuerdos amenazaban con inundarle los ojos. Damián, como nunca antes, se había quedado absorto, sin palabras. Las cicatrices no terminan de cerrar nunca.
Afuera la lluvia y el frío arreciaban. La conversación dejaba atrás cualquier cantidad de lugares comunes, y se encaminaba a derroteros cada vez más íntimos, más intensos. Así, Damián fingió que no estaba enterado de que Paco, que luego Isidora y, finalmente, tres años después, Paquito, todos bien, gracias. Supo, eso sí de primera mano, que un departamentito de cuarto piso por el sur de la ciudad, luego Paco en su propio buffete, éxito grande, casa lujosa con jardín enorme y perro incluido, la niña ya a la primaria, y Jr. el año que entra. «No me puedo quejar. Tengo una buena vida», dijo Ximena con un leve dejo de ansiedad en la voz. Ella había fijado la vista en la pequeña tasa que aprisionaba entre sus manos. «A mí no me va tan mal», dijo Damián. «Después de la preparatoria [después de que te fuiste, Ximena, después de tanta soledad y tanta desesperanza, después de esa vorágine oscura en la que me hundí como un loco cuando rompiste tu promesa] entré a estudiar música. Sí. Un año de guitarra clásica. Luego, ya ves que me gusta dejar las cosas a medias, me salí. Anduve vagando un rato, haciendo de todo. Finalmente entré a estudiar administración o economía, o algo así. Luego me fui a estudiar una maestría. Recién terminé un doctorado y ahora soy un feliz y solitario profesor universitario», dijo Damián entrecomillando con sus dedos la palabra profesor. «Pero, ¿y tu vida?», preguntó Ximena. Ella había inclinado un poco el cuello. Un mechón de cabello le resbaló por el rostro. Con un movimiento de su mano lo colocó detrás de su oído. Damián notó una especie de mancha roja, difusa, cerca del lóbulo de Ximena [maldita sea Ximena, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué me miras de ese modo? Yo ya te había olvidado]. «Sí, lo sé, soy patético, mi vida se reduce a una buhardilla en el centro, a un montón de libros viejos, y a unas cuántas botellas de vino. Eso sí, de muy buen vino». Por un instante el rostro de Damián se ensombreció un poco. «Ah, también soy un terrible adicto a los muffins que hacen aquí. Yo creo que por eso estoy tan panzón», dijo él, sonriendo. La lluvia diluía la tarde. Ella no paraba de hablar, de interrogarlo. Él trataba de. Bah, sólo trataba, a secas.
El roce de sus manos fue fortuito. Sucedió en plena conversación, sin pensarlo. Ambos buscaban una servilleta justo en el mismo momento y nada más. Fue instantáneo, casi eléctrico: todo el pasado, lo que habían vivido juntos, se coaguló en sus memorias, el tiempo que habían estado separados se hizo trizas. Bastó un roce para que ellos fueran concientes de sus propios cuerpos, de su estar ahí, de esa vergonzosa barrera que la cotidianeidad había erigido entre ellos, y que ellos mismos se habían esforzado por hacer patente. Se derrumbaron así los pequeños mundos, burbujas protectoras de cristal que se habían construido para exponerlos uno frente al otro, como si no se conociesen tan profunda, tan odiosamente. Al tocarla, Damián la miró extrañado. No supo si fue el toque de aquella piel tan suya, o lo extrañamente helada que estaba Ximena, lo que le había producido el ligero estremecimiento que le recorrió la espalda. «Tengo frío» dijo Ximena casi como una súplica. Él la observó un instante, y luego desvió la mirada hacia la puerta. Ella asintió, aceptando. Todo era tan igual que antes. Había dejado de llover hacía ya un rato, el lugar estaba abarrotado y parecía sensato irse. Ella no lo dejó pagar. Salieron sin hablar y caminaron hasta donde estaba el auto. Ya era tarde, estaba oscuro y en la calle no había casi nadie. La ciudad parecía nueva, húmeda y refulgente [y tú Ximena, estás aquí, por fin estás aquí]. Por el canalete de la avenida corría un pequeño riachuelo que llevaba algunas ramas secas. Él vio pasar una hoja de papel con su otronombre escrito en ella, pero eso no le pareció extraño: siempre le sucedían ese tipo de cosas. En el ambiente flotaba una especie de aura ambarina que emanaba de las pocas lámparas que aún funcionaban. Caminar junto a ella resultaba tan agradablemente familiar y ajeno al mismo tiempo. Había como un acuerdo silencioso entre ellos, un acuerdo en el que las palabras no eran necesarias ya que hubieran empañado todo aquello en lo que no había nada qué decir. El asunto era dejarse llevar. Al fin y al cabo, eran un par de adultos que se encontraban después de tanto tiempo, sabedores de que se pertenecían, que los ligaba una promesa.
Ximena subió al estacionamiento a por el auto. Él la esperó afuera. Se entretuvo repasando lo sucedido durante lo que había sido, hasta unas horas antes, un día rutinario. Levantarse, un café antes que nada, ducharse, desayunar un muffin, leer el periódico. El auto era rojo, elegante, le iba bien a Ximena. Se abrió la puerta. Damián subió y Ximena lo recibió con un gesto que pretendía ser una sonrisa. Olía un poco extraño. Justo en el instante en que Damián ponía el seguro de la puerta recordó la nota que había leído por la mañana, en el periódico. De pronto todo tuvo sentido. Ahora se explicaba por qué el rostro ensangrentado de la mujer de la fotografía le resultaba tan familiar [qué bueno que regresaste, Ximena, ahora sí estaremos juntos siempre]. Nadie volvería a saber nada de Damián.
Nota leída por Damián
Guadalajara, Jal. 13 de agosto (AP). En un extraño accidente automovilístico fallece la esposa del connotado abogado, Francisco Urrutia Juárez, fiscal de la Zona Metropolitana de Guadalajara. En el accidente también perdió la vida el acompañante de la distinguida señora, quien hasta el momento no ha sido identificado. Agustín Suárez, comandante en jefe de la policía municipal señala que aún no han sido averiguadas las causas del accidente, pero ya se llevan a cabo investigaciones para deslindar responsabilidades. «Al parecer, todo se debe a una falla mecánica del vehículo, porque no se tienen otros automovilistas involucrados en el incidente», señaló Suárez. El cuerpo de la Sra. Ximena Calvillo de Urritia será inhumado mañana al mediodía en . . .
Por Ræncoria
Fue como un sutil vértigo lo que hizo que Damián apartara la vista del libro. Para él, aquél viernes trece de agosto era una tarde como casi todas: luego de impartir su cátedra de pensamiento social contemporáneo en la Universidad, se había dirigido al café de siempre. Caminar por la ciudad era ingresar a un caos, a una masa gelatinosa y confusa que se adhería al cuerpo como mugre rancia: edificios vomitando rostros como muros, estridencias de humo negro, venas esclerotizadas por el asfalto y el plomo. Hacía frío y estaba a punto de llover. Como era su costumbre, Damián se acomodó en la mesa del fondo y pidió lo de siempre. A esas horas el lugar estaba semivacío, salvo aquellos pocos parroquianos —como él— que buscaban lugares pequeños, mal iluminados y tolerablemente sucios para rumiar a gusto sus soledades y escapar un poco de sí mismos. Colocó su saco en el respaldo de la silla y tomó asiento. Extrajo de su bolso militar un libro de aquél filósofo esloveno que lo tenía fascinado, se ajustó las gafas y se concentró en la lectura. Involuntariamente, a sus recién estrenados treinta se había convertido en un cliché, en el estereotipo esnob e intelectualoide de un joven profesor universitario: pantalón de mezclilla, botas para escalar sucias y gastadas, camisas sin marcas ni letreros, todo en colores parduscos, oscuros. Lo distrajo un poco la anónima llegada del latte y el muffin de zarzamora, pero siguió leyendo. Sin aspavientos, un peculiar olor a lluvia se coló por entre las mesas e inundó el lugar, mezclándose con el café y el pan recién horneado. Todo era lo de siempre: un sorbo, un mordisco, una página. Pero ahora estaba aquel vértigo fuera de lugar, esa fugaz sensación de malestar que lo había hecho apartar la vista del libro y fijarla en aquella familiar silueta que se perfilaba en la puerta del local. No era posible. Hacía tanto tiempo, casi quince años, y ahora ahí, como si nada, estaba ella. Definitivamente no era posible. Lo mejor era volver a la lectura, ignorar el recuerdo, desaparecer antes de que.
«¿Damián? ¿De verdad eres tú, Damián?» sonó desde el centro del lugar la voz de Ximena. «No lo creo. Te veo y no lo creo» dijo ella al tiempo que se acercaba. Sus ojos de avellana, grandes y expresivos mostraban una sorpresa auténtica. Sonrió ampliamente: aquellos jugosos labios no habían perdido el encanto con el paso de los años, y Damián no pudo evitar notarlo. Él la recordaba envuelta en colores brillantes, pero ahora ella vestía toda de negro, y quizá por ello se veía un poco pálida. Ya no era la delgada jovencita con cara de niña. Su cuerpo era ahora el de una mujer hermosa. A sus treinta y un años y sus dos hijos aún conservaba esa aura extraña, mezcla de inocencia infantil y sensualidad perversa. Se movía con gracia, ligera y segura. Sus pies seguían siendo bellísimos y bien cuidados [aún usas esos zapatos tan extraños, Ximena]. Dejó su pequeño bolso sobre la mesa. Se inclinó para besar en la mejilla a Damián. Éste, un poco sorprendido, percibió el tenue aroma a violetas que se desprendía del cabello de Ximena. Sintió como si se sumergiera en una especie de sopor envolvente, como si ese olor le perteneciera a él por derecho, o más bien, como si él fuera el esclavo de aquel olor y ahora le estuviera reclamando la potestad. Pero había también otro olor, como detrás o lejano, una especie de fragancia etérea un tanto desagradable que él no supo identificar. La nostalgia comenzó a tomar forma y se tendió un puente inmenso entre ellos, en aquella pequeña mesa, en aquel café cualquiera [tanto tiempo Ximena, tanto tiempo pensándote, extrañándote]. «Este es el último lugar en el que hubiera imaginado encontrarte», dijo Damián, oculto detrás de una sonrisa a medias, al tiempo que la invitaba a sentarse con un ademán.
«No alcancé a llegar al estacionamiento. Paco, mi marido, está fuera de la ciudad, e Isidora y Paquito están en casa de mamá», dijo Ximena. «Entré a este lugar escapando de la lluvia y mira, te encuentro aquí, leyendo. No has cambiado nada, Damián. ¿Qué haces? ¿Cómo te va la vida? ¿Hace cuanto que?». Damián, en silencio, la miró con interés. Estaba perdido en aquellos ojos, en lo profundo de aquellos ojos, recorriendo con la mirada los frágiles perfiles de los labios de Ximena, la delicada blancura de sus dedos, recordando la suave curva de su vientre desnudo y cómo éste encajaba perfectamente en su mano, el dulce abrazo de aquellas piernas, la terrible y deliciosa lentitud de los años de bachillerato en los que todo es búsqueda interminable, exploración casi penosamente gloriosa de una adultez que cuando llega ya es demasiado tarde [Ah, Ximena, siempre tú Ximena, nunca nadie sino tú, distintas manos y bocas y cuerpos pero siempre tú, Ximena, siempre tú. Pensar que me he empeñado minuciosamente en olvidarte]. «Pues yo igual, escapo un poco», dijo Damián. «Aunque a mí la lluvia no me molesta tanto; o, mejor dicho, esa lluvia, la de afuera, no me molesta. A casi diario vengo aquí para evadir un poco esta otra lluvia», dijo mientras se llevaba el índice a la sien. A ello siguió una pausa tensa, en la que ambos se miraron fijamente por un instante. «¿Te pido un té de menta?», preguntó Damián, rompiendo, por fin, el incómodo silencio. «¿Todavía te acuerdas?», dijo ella, sonriendo enternecida. Damián desvió un poco la mirada. Se sentía turbado. Hace muchos años había deseado ese encuentro, casi de la misma manera en la que lo estaba viviendo, así, fortuito e inesperado. En aquél entonces se había formulado toda una batería de preguntas [¿por qué Ximena, por qué te fuiste?], memorizado una serie de temas [prometiste estar siempre conmigo], justo para cuando llegara ese momento. Había repetido tantas veces en su cabeza aquella escena. Tenía varias hipótesis acerca de cómo ella podría haber cambiado, de cómo pensaría y de cómo actuaría al verlo, de cómo el tiempo podría haber transformado su imagen y su espíritu. Había pensado en ella obsesivamente hasta que se enteró, por una amiga en común, que Ximena se había casado. Después supo de un par de hijos y ella se volvió borrosa, quizá algún recuerdo ocasional, una lágrima tal vez, pero nada más. Damián pensaba en ella como una cicatriz que se ha cerrado. Y ahora que la tenía enfrente, tan cercana, tan natural, hoy que había vuelto a respirar su olor, los recuerdos amenazaban con inundarle los ojos. Damián, como nunca antes, se había quedado absorto, sin palabras. Las cicatrices no terminan de cerrar nunca.
Afuera la lluvia y el frío arreciaban. La conversación dejaba atrás cualquier cantidad de lugares comunes, y se encaminaba a derroteros cada vez más íntimos, más intensos. Así, Damián fingió que no estaba enterado de que Paco, que luego Isidora y, finalmente, tres años después, Paquito, todos bien, gracias. Supo, eso sí de primera mano, que un departamentito de cuarto piso por el sur de la ciudad, luego Paco en su propio buffete, éxito grande, casa lujosa con jardín enorme y perro incluido, la niña ya a la primaria, y Jr. el año que entra. «No me puedo quejar. Tengo una buena vida», dijo Ximena con un leve dejo de ansiedad en la voz. Ella había fijado la vista en la pequeña tasa que aprisionaba entre sus manos. «A mí no me va tan mal», dijo Damián. «Después de la preparatoria [después de que te fuiste, Ximena, después de tanta soledad y tanta desesperanza, después de esa vorágine oscura en la que me hundí como un loco cuando rompiste tu promesa] entré a estudiar música. Sí. Un año de guitarra clásica. Luego, ya ves que me gusta dejar las cosas a medias, me salí. Anduve vagando un rato, haciendo de todo. Finalmente entré a estudiar administración o economía, o algo así. Luego me fui a estudiar una maestría. Recién terminé un doctorado y ahora soy un feliz y solitario profesor universitario», dijo Damián entrecomillando con sus dedos la palabra profesor. «Pero, ¿y tu vida?», preguntó Ximena. Ella había inclinado un poco el cuello. Un mechón de cabello le resbaló por el rostro. Con un movimiento de su mano lo colocó detrás de su oído. Damián notó una especie de mancha roja, difusa, cerca del lóbulo de Ximena [maldita sea Ximena, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué me miras de ese modo? Yo ya te había olvidado]. «Sí, lo sé, soy patético, mi vida se reduce a una buhardilla en el centro, a un montón de libros viejos, y a unas cuántas botellas de vino. Eso sí, de muy buen vino». Por un instante el rostro de Damián se ensombreció un poco. «Ah, también soy un terrible adicto a los muffins que hacen aquí. Yo creo que por eso estoy tan panzón», dijo él, sonriendo. La lluvia diluía la tarde. Ella no paraba de hablar, de interrogarlo. Él trataba de. Bah, sólo trataba, a secas.
El roce de sus manos fue fortuito. Sucedió en plena conversación, sin pensarlo. Ambos buscaban una servilleta justo en el mismo momento y nada más. Fue instantáneo, casi eléctrico: todo el pasado, lo que habían vivido juntos, se coaguló en sus memorias, el tiempo que habían estado separados se hizo trizas. Bastó un roce para que ellos fueran concientes de sus propios cuerpos, de su estar ahí, de esa vergonzosa barrera que la cotidianeidad había erigido entre ellos, y que ellos mismos se habían esforzado por hacer patente. Se derrumbaron así los pequeños mundos, burbujas protectoras de cristal que se habían construido para exponerlos uno frente al otro, como si no se conociesen tan profunda, tan odiosamente. Al tocarla, Damián la miró extrañado. No supo si fue el toque de aquella piel tan suya, o lo extrañamente helada que estaba Ximena, lo que le había producido el ligero estremecimiento que le recorrió la espalda. «Tengo frío» dijo Ximena casi como una súplica. Él la observó un instante, y luego desvió la mirada hacia la puerta. Ella asintió, aceptando. Todo era tan igual que antes. Había dejado de llover hacía ya un rato, el lugar estaba abarrotado y parecía sensato irse. Ella no lo dejó pagar. Salieron sin hablar y caminaron hasta donde estaba el auto. Ya era tarde, estaba oscuro y en la calle no había casi nadie. La ciudad parecía nueva, húmeda y refulgente [y tú Ximena, estás aquí, por fin estás aquí]. Por el canalete de la avenida corría un pequeño riachuelo que llevaba algunas ramas secas. Él vio pasar una hoja de papel con su otronombre escrito en ella, pero eso no le pareció extraño: siempre le sucedían ese tipo de cosas. En el ambiente flotaba una especie de aura ambarina que emanaba de las pocas lámparas que aún funcionaban. Caminar junto a ella resultaba tan agradablemente familiar y ajeno al mismo tiempo. Había como un acuerdo silencioso entre ellos, un acuerdo en el que las palabras no eran necesarias ya que hubieran empañado todo aquello en lo que no había nada qué decir. El asunto era dejarse llevar. Al fin y al cabo, eran un par de adultos que se encontraban después de tanto tiempo, sabedores de que se pertenecían, que los ligaba una promesa.
Ximena subió al estacionamiento a por el auto. Él la esperó afuera. Se entretuvo repasando lo sucedido durante lo que había sido, hasta unas horas antes, un día rutinario. Levantarse, un café antes que nada, ducharse, desayunar un muffin, leer el periódico. El auto era rojo, elegante, le iba bien a Ximena. Se abrió la puerta. Damián subió y Ximena lo recibió con un gesto que pretendía ser una sonrisa. Olía un poco extraño. Justo en el instante en que Damián ponía el seguro de la puerta recordó la nota que había leído por la mañana, en el periódico. De pronto todo tuvo sentido. Ahora se explicaba por qué el rostro ensangrentado de la mujer de la fotografía le resultaba tan familiar [qué bueno que regresaste, Ximena, ahora sí estaremos juntos siempre]. Nadie volvería a saber nada de Damián.
Nota leída por Damián
Guadalajara, Jal. 13 de agosto (AP). En un extraño accidente automovilístico fallece la esposa del connotado abogado, Francisco Urrutia Juárez, fiscal de la Zona Metropolitana de Guadalajara. En el accidente también perdió la vida el acompañante de la distinguida señora, quien hasta el momento no ha sido identificado. Agustín Suárez, comandante en jefe de la policía municipal señala que aún no han sido averiguadas las causas del accidente, pero ya se llevan a cabo investigaciones para deslindar responsabilidades. «Al parecer, todo se debe a una falla mecánica del vehículo, porque no se tienen otros automovilistas involucrados en el incidente», señaló Suárez. El cuerpo de la Sra. Ximena Calvillo de Urritia será inhumado mañana al mediodía en . . .
Por Ræncoria
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home