Apiensos

Espacio para el debate de ideas y otros contubernios

miércoles, junio 16, 2004

Pretérito imperfecto

En la Guadalajara del 2015, los periódicos, los programas televisivos, las sociedades de vecinos o las webs de los llamados creadores de opinión, seguían hablando de los efectos de la globalización, de los retos de la sociedad de la información, de la primera comunión del último cachorro del expresidente, del difícil encaje de los inmigrantes defeños en la sociedad tapatía, de salvar los pocos miles de litros de la contaminada agua de un lago que, comparado con el de Chapala, relacionado en su momento por Byron y Elliot en sus descripciones, no era más grande que una presa.

Estas y otras cuestiones de índole más doméstico y sentimental (el escaso contenido del refrigerador, la compra siempre olvidada de una bombilla alógena para su estudio o el peaje sexual que tendría que pagar el próximo sábado) ocupaban también el cerebro de Octavio, nuestro héroe o villano. Banales pensamientos que, como ranitas encerradas en un saco de yute, enterraban tristes recuerdos que ya eran olvidos, que paliaban el aburrido día a día y aligeraban el viaje hacia el trabajo. Un saquito de yute, unos pensamientos tontos como ranas sin cerebro: combustible para ir tirando.

No parecía ser este el caso de uno de los chicos que compartía vagón en aquel metro que los internaba en la ciudad. No, el suyo era un motor que reclamaba otro tipo de combustible, que rehusaba los armisticios, que esperaba que la voz en off que anunciaba el nombre de las próximas paradas, proclamase el amor sin freno o la guerra contra la mezquindad. Cualquier cosa para matar el cotidiano tedio. Su mirada se cruza con la de Octavio. No es capaz, ni le importa, conocer las causas que han llevado a aquel hombre a ser lo que parece ser: un cuarentón que, sentado en un vagón del metro y unido a una cartera que a él se le antoja un corazón cuarteado, está gritando, sin saberlo, su tristeza. La desazón que le quema las entrañas, que recorre su cuerpo desde el pulgar del pie izquierdo hasta el cabello más largo de su cabeza, que escribe con sus ojos frases de desesperado amor, de melancolía sin fin. Unos ojos que, conscientes de ser observados se desvían y se miran en el espejo empañado de la ventana del compartimiento. En una esquina del periódico escribe: comprar comestibles y bombilla alógena estudio.

“Próxima parada: Kodak Otero”. Salvado por aquella voz sin matices, se dirige a la salida huyendo de la mirada de aquel chico que, adivina, malvive en el metro: para qué salir al exterior si en la calle nadie rompe los relojes, ni quema los bustos de antiguos, presentes o futuros dirigentes, ni en los parques ni jardines encontrará al hijo que nunca tuvo.

Como es habitual, Octavio encuentra junto a su PC un montoncito de artículos, cada uno con su correspondiente nota pegada en la primera página. Se sienta a la mesa, pone en marcha la computadora: “Hola, Octavio, Entretiempo (periódico independiente y plural) te desea un buen día”. Ojea el primero de los escritos: se trata de la crónica semanal de un periodista que hace uno años, bastantes, destacó por sus conocimientos del palpitar diario de la urbe. En la actualidad y hasta que lo aparte la jubilación, el staff del periódico le ha encargado un escrito para el semanal, una crónica que, bajo la cabecera de “Decíamos ayer...” repase los últimos 25 años de la historia local. Paradójica tarea para quien ya empieza a notar los primeros síntomas del Alzheimer (el olvido de unas llaves, el dejar sin comida durante una semana al gatito, o salir a la calle con un par de calcetines dispares...)

La crónica de esta semana trata sobre cómo vivió Guadalajara la llegada del nuevo milenio. Tras leer el artículo, Octavio constata el progresivo deterioro mental del periodista: su sintaxis es cada vez más confusa; su puntuación convierte lo fácil en indescifrable y, por si fuera poco, no se atiene a la más que comprobable realidad: avenida Chapultepec nunca ha hecho esquina con Marsella, ni la calle Frías ha discurrido paralela a Arista. ¡Qué más da!, al fin y al cabo quién va a leerse aquél artículo perdido en una esquina de una página par.

La notita le dice que, por favor, le encuentre una foto vertical para ilustrar el escrito. La booleana es fácil. Leve manera de empezar el día.

Desecha las primeras tres fotografías que la pantalla le va ofreciendo. Se detiene en la cuarta: nada del otro mundo: la avenida Vallarta al anochecer, lucecitas navideñas, gente atareada, coches, unos neones que cruzan de uno a otro edificio la calle: “Bienvenido, 2000”. La foto cumple con creces el pedido del amnésico periodista. Sin embargo algo hace que Octavio contemple con inusitado detenimiento la imagen. Enrojece y palidece al mismo tiempo, se desplaza hacia sus ojos mientras una ducha de sudor frío le recorre el cuerpo. La pantalla le devuelve el recuerdo de aquel hombre y aquella mujer, que, como huyendo de la instantánea, se abrazan en una esquina de la imagen, en una esquina de la calle. El zoom le aproxima a ellos: puede ver sus caras, la suya un poco tensa, la sonrisa ligeramente forzada: se temía lo que ocurriría a continuación. Un minuto más tarde, le preguntaba a su amiga aquello, un minuto y medio después, ella le respondía lo que sabía que tenía que responder: “no me atrevo, lo siento... No sé cómo explicártelo... Y te aseguro que...”, pasados tres minutos, la pareja habría desaparecido de la imagen, de la esquina, y tomado distintos caminos. Su camino, su elección: la peor posible, la que le había llevado a ser aquello que había visto el chico en el metro: nada y aburrimiento. Triste booleana para lo que le queda de vida.

Un click se desliza hacia “eliminar”. “Imagen protegida por el centro de datos de Entretiempo (periódico independiente y plural) no puede borrarse”. No, como tampoco pueden borrarse los recuerdos, los momentos, las palabras que, de haber sido otras, hubiesen cambiado su vida. Permanece inmóvil durante unos minutos, sin responder a los buenos días, a los ¿te vienes a tomar un cafecito?, de sus compañeros. Sale del programa y entra en la red, en un buscador telefónico, llena los requisitos de la búsqueda: nombre de la entidad o persona, primer y segundo apellido, calle (¿seguirá viviendo allí?, se pregunta), ciudad, estado. Hace un click en “buscar” y espera la respuesta que puede cambiarle el futuro, una respuesta que se hace esperar demasiado. “El resultado de su búsqueda es...” y allí aparece un número de teléfono. El mismo que en estos momentos está marcando desde su celular.

El relato podría acabar aquí, con un final a la carta. Pero no, no permitiré que se me cuele un aguafiestas ni me resistiré a revelarles que Octavio nunca compró la bombilla alógena para aquel estudio donde se amontonaban libros con apuntes, correspondencia con libelos, donde Milú coqueteaba con Madamme Bovary o Mao hacía las pases con Lancelot du Lac: historias de papel.
Lo que sí compró fue un puñado de velitas. Temblorosas luces que iluminarían una historia de carne, sangre, huesos y besos; algún que otro quebranto y un puñadito de lágrimas.

Georgina Torres Guevara.

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