Apiensos

Espacio para el debate de ideas y otros contubernios

viernes, agosto 27, 2004

Padre sólo hay uno

Porque solo el varón puede dar un modelo de hombre y cada padre da una versión única, personal, irremplazable, inimitable de ese modelo.

Padre solo hay uno porque un hijo llega en un momento específico, inédito en la historia del hombre que lo engendró.

Ese hijo no puede nacer de ningún otro hombre en ningún otro momento, en ningún otro lugar y ni siquiera en a algún otro momento de la vida de ese mismo hombre .

Padre solo hay uno porque el encuentro de ese hombre con esa mujer es único; y al margen de su historia y evolución, el hijo que nazca de ellos no podía nacer de nadie más, ni de esa mujer con otro hombre, ni de ese hombre con otra mujer.

Para ese hijo, madre hay una sola, pero también solo un padre.

Padre solo hay uno porque el padre se hace en el engendramiento, en el nacimiento, en la evolución y en el acompañamiento existencia de su hijo, y en cada una de las funciones y etapas; el es insustituible y necesario.

Padre solo hay uno porque cada una de las razones particulares, íntimas que tu tengas afirmarán esta frase: “Padre sólo hay uno”

Sergio Sinay

domingo, agosto 22, 2004

Mi versión sobre la pareja ideal.

Debo aclarar en principio que mi perspectiva es femenina y parte de experiencia propia.
En nuestra cultura tapatía (mocha para algunos, conservadora para otros y de doble moral para algunos más) nos entrenaron para ser amas de casa, esposas y madres. Crecimos con la idea de encontrar un príncipe azul que nos resolvería la vida y con el que viviríamos felices para siempre. Y ¿cuál fue el modelo ideal de ese príncipe? El primero es el que sale de los cuentos de hadas, por supuesto es un militar; el porte es importante, la apariencia, la seriedad y el uniforme impecable. Luego la apariencia física, como la mayoría de los cuentos de hadas es de origen europeo pues tendría que ser alto, rubio, fornido ah! Y si tiene los ojos de color azul mejor. Y después viene la otra característica, cómo va a resolvernos la vida, entonces tendría que ser rico, no importa si es heredero o trabaja por su cuenta, el caso es que tenga la situación económica resuelta.
Aquí empiezan los problemas, porque la situación económica nos remite a la clase social (entendida como aquella de origen aristocrático, donde el apellido y los antepasados tienen gran importancia para las familias), entonces se genera un gran conflicto con los posibles matrimonios entre sujetos de diferente clase social. Además porque la pareja ideal lleva aparejado el matrimonio, no el noviazgo o una simple relación, el matrimonio por todas las leyes.
La situación se torna aún más compleja, buscar un prospecto guapo, alto, rubio, fornido, ojos azules, de buena familia, de apellido de alcurnia, con situación económica resuelta y que además quiera casarse, uf! Es todo un reto.
Al enfrentarnos a la realidad encontramos que todas las características mencionadas no existen en una sola persona, inclusive hay sujetos que apenas tiene una o ninguna. Hasta aquí todos los elementos son construcciones sociales y culturales, pero los individuos aparte de formarnos socialmente también somos individuos diferentes unos de otros, con sueños, ilusiones, traumas y deseos muy individuales.
Y sucede que por fin encontramos a la pareja “ideal” y no se parece en nada a aquel galán que habíamos idealizado. Al contrario parece ser lo opuesto a lo que buscábamos. Nos preguntamos ¿qué sucedió?
Podríamos culpar al destino, a las hormonas, a la casualidad, a la costumbre, a infinidad de factores que surgen alrededor del encuentro de una pareja.
Pensando en este proceso y en mi experiencia, puedo interpretar que es una imbricación de todos los factores. Aunque me inclinó por darle un mayor peso a los factores subjetivos, que incluirían la dimensión emocional y afectiva, sin dejar de lado las hormonas. Sí, porque el amor se siente, se siente físicamente en el estómago y en cada centímetro de la piel; además de una condición muy importante, la percepción física y emocional es por parte de los dos sujetos, ya que si es unidireccional la relación no funciona.
También tenemos las expectativas, lo que esperamos uno del otro. La primera expectativa tiene que ver con la correspondencia, es decir, con que el otro sienta, exprese y comparta emociones, deseos, visiones futuras y planes de vida. Ahí empieza a darse el complemento entre dos sujetos distintos, no iguales, sino complementarios.
Por lo expuesto, es que creo que la pareja ideal buscada en función de ideas construidas socialmente no funciona, considero que la búsqueda debería ser más espontánea, más abierta, sin condicionamientos ni limitaciones más allá de lo que llene nuestras expectativas.
Y termino con la idea de que si nos diéramos oportunidad de ver la vida con una visión más abierta, permitiéndonos sentir, le devolveríamos algo de la humanidad perdida al hombre actual, al hombre globalizado, al hombre virtual que ha cambiado un beso por un e-mail.

Por Heda

sábado, agosto 21, 2004

¿Amar y querer?

¿Cuál es la diferencia entre amar y querer?
Sólo el verbo, porque ambas acciones son causa y efecto una de otra.
Se quiere, se desea poseer, se anhela tener…
Cuando los deseos y los anhelos van más allá entonces se ama,
Se ama y se vive en función del otro.
Amar es descubrir a alguien más allá fuera de nosotros mismos
Al que no se posee, sino es por voluntad propia
Al que se tiene porque así lo desea
Amar es una energía de doble sentido,
De ida ama y de vuelta es amado
Ese es el secreto del amor
El diálogo entre los amantes donde ambos se dan,
Se entregan sin limitaciones ni condiciones
Entonces no importan las convenciones sociales,
Las costumbres ni las tradiciones,
Sólo la comunión entre dos seres
Que dejan de ser dos para convertirse en uno
Que se complementan, que encajan perfectamente en la unidad
Amar es la condición perfecta del hombre
Ser amado es la culminación del milagro de la vida

Por Heda

viernes, agosto 20, 2004

Un día sin ti


Dedicado a
José Antonio Martínez Tovar, mi fuente de inspiración y amor


Estoy fuera de control,
En total desesperación
Donde muero sin morir,
Mis sentidos se dislocan
Dentro y fuera de mi


Con la fuerza de un huracán
Y la furia de siete mares
Es imposible aplacar
La suma de cien tempestades

Amarte es un fuego
Que me envuelve de oficio,
Es una avalancha
Que me lanza al precipicio

Necesitarte es como la marea
Que mis neuronas desconfigura,
Es como caer hasta el fondo,
Es la exacerbación de mi locura

Desearte es la carrera
De mil potros desbocados
Es como una colisión
De volcanes y tornados

Estar sin ti es un dolor
Que atraviesa mi alma,
Que me mata a mansalva,
Y me dobla el corazón

Esperar por ti,
Ser feliz y desdichada,
Vivir éxtasis
Y pasión desesperada

Los relojes se congelan
Cuanto más me desespero,
Eterno es el momento
Aguardando la espera

Te tengo y no te tengo,
Así no puedo vivir;
Desespero en extremo
Porque no te tengo aquí

Amarte y no tenerte
Es como atarme la mente
Para ordenar mis deseos
Y escribirte en mi suerte

Amarte en conclusión
Es un río desbordado,
Es la suma de lo anterior
Pero elevada al cuadrado

Por Lety

viernes, agosto 13, 2004

U-turn

Vuelta en U

Fue como un sutil vértigo lo que hizo que Damián apartara la vista del libro. Para él, aquél viernes trece de agosto era una tarde como casi todas: luego de impartir su cátedra de pensamiento social contemporáneo en la Universidad, se había dirigido al café de siempre. Caminar por la ciudad era ingresar a un caos, a una masa gelatinosa y confusa que se adhería al cuerpo como mugre rancia: edificios vomitando rostros como muros, estridencias de humo negro, venas esclerotizadas por el asfalto y el plomo. Hacía frío y estaba a punto de llover. Como era su costumbre, Damián se acomodó en la mesa del fondo y pidió lo de siempre. A esas horas el lugar estaba semivacío, salvo aquellos pocos parroquianos —como él— que buscaban lugares pequeños, mal iluminados y tolerablemente sucios para rumiar a gusto sus soledades y escapar un poco de sí mismos. Colocó su saco en el respaldo de la silla y tomó asiento. Extrajo de su bolso militar un libro de aquél filósofo esloveno que lo tenía fascinado, se ajustó las gafas y se concentró en la lectura. Involuntariamente, a sus recién estrenados treinta se había convertido en un cliché, en el estereotipo esnob e intelectualoide de un joven profesor universitario: pantalón de mezclilla, botas para escalar sucias y gastadas, camisas sin marcas ni letreros, todo en colores parduscos, oscuros. Lo distrajo un poco la anónima llegada del latte y el muffin de zarzamora, pero siguió leyendo. Sin aspavientos, un peculiar olor a lluvia se coló por entre las mesas e inundó el lugar, mezclándose con el café y el pan recién horneado. Todo era lo de siempre: un sorbo, un mordisco, una página. Pero ahora estaba aquel vértigo fuera de lugar, esa fugaz sensación de malestar que lo había hecho apartar la vista del libro y fijarla en aquella familiar silueta que se perfilaba en la puerta del local. No era posible. Hacía tanto tiempo, casi quince años, y ahora ahí, como si nada, estaba ella. Definitivamente no era posible. Lo mejor era volver a la lectura, ignorar el recuerdo, desaparecer antes de que.

«¿Damián? ¿De verdad eres tú, Damián?» sonó desde el centro del lugar la voz de Ximena. «No lo creo. Te veo y no lo creo» dijo ella al tiempo que se acercaba. Sus ojos de avellana, grandes y expresivos mostraban una sorpresa auténtica. Sonrió ampliamente: aquellos jugosos labios no habían perdido el encanto con el paso de los años, y Damián no pudo evitar notarlo. Él la recordaba envuelta en colores brillantes, pero ahora ella vestía toda de negro, y quizá por ello se veía un poco pálida. Ya no era la delgada jovencita con cara de niña. Su cuerpo era ahora el de una mujer hermosa. A sus treinta y un años y sus dos hijos aún conservaba esa aura extraña, mezcla de inocencia infantil y sensualidad perversa. Se movía con gracia, ligera y segura. Sus pies seguían siendo bellísimos y bien cuidados [aún usas esos zapatos tan extraños, Ximena]. Dejó su pequeño bolso sobre la mesa. Se inclinó para besar en la mejilla a Damián. Éste, un poco sorprendido, percibió el tenue aroma a violetas que se desprendía del cabello de Ximena. Sintió como si se sumergiera en una especie de sopor envolvente, como si ese olor le perteneciera a él por derecho, o más bien, como si él fuera el esclavo de aquel olor y ahora le estuviera reclamando la potestad. Pero había también otro olor, como detrás o lejano, una especie de fragancia etérea un tanto desagradable que él no supo identificar. La nostalgia comenzó a tomar forma y se tendió un puente inmenso entre ellos, en aquella pequeña mesa, en aquel café cualquiera [tanto tiempo Ximena, tanto tiempo pensándote, extrañándote]. «Este es el último lugar en el que hubiera imaginado encontrarte», dijo Damián, oculto detrás de una sonrisa a medias, al tiempo que la invitaba a sentarse con un ademán.

«No alcancé a llegar al estacionamiento. Paco, mi marido, está fuera de la ciudad, e Isidora y Paquito están en casa de mamá», dijo Ximena. «Entré a este lugar escapando de la lluvia y mira, te encuentro aquí, leyendo. No has cambiado nada, Damián. ¿Qué haces? ¿Cómo te va la vida? ¿Hace cuanto que?». Damián, en silencio, la miró con interés. Estaba perdido en aquellos ojos, en lo profundo de aquellos ojos, recorriendo con la mirada los frágiles perfiles de los labios de Ximena, la delicada blancura de sus dedos, recordando la suave curva de su vientre desnudo y cómo éste encajaba perfectamente en su mano, el dulce abrazo de aquellas piernas, la terrible y deliciosa lentitud de los años de bachillerato en los que todo es búsqueda interminable, exploración casi penosamente gloriosa de una adultez que cuando llega ya es demasiado tarde [Ah, Ximena, siempre tú Ximena, nunca nadie sino tú, distintas manos y bocas y cuerpos pero siempre tú, Ximena, siempre tú. Pensar que me he empeñado minuciosamente en olvidarte]. «Pues yo igual, escapo un poco», dijo Damián. «Aunque a mí la lluvia no me molesta tanto; o, mejor dicho, esa lluvia, la de afuera, no me molesta. A casi diario vengo aquí para evadir un poco esta otra lluvia», dijo mientras se llevaba el índice a la sien. A ello siguió una pausa tensa, en la que ambos se miraron fijamente por un instante. «¿Te pido un té de menta?», preguntó Damián, rompiendo, por fin, el incómodo silencio. «¿Todavía te acuerdas?», dijo ella, sonriendo enternecida. Damián desvió un poco la mirada. Se sentía turbado. Hace muchos años había deseado ese encuentro, casi de la misma manera en la que lo estaba viviendo, así, fortuito e inesperado. En aquél entonces se había formulado toda una batería de preguntas [¿por qué Ximena, por qué te fuiste?], memorizado una serie de temas [prometiste estar siempre conmigo], justo para cuando llegara ese momento. Había repetido tantas veces en su cabeza aquella escena. Tenía varias hipótesis acerca de cómo ella podría haber cambiado, de cómo pensaría y de cómo actuaría al verlo, de cómo el tiempo podría haber transformado su imagen y su espíritu. Había pensado en ella obsesivamente hasta que se enteró, por una amiga en común, que Ximena se había casado. Después supo de un par de hijos y ella se volvió borrosa, quizá algún recuerdo ocasional, una lágrima tal vez, pero nada más. Damián pensaba en ella como una cicatriz que se ha cerrado. Y ahora que la tenía enfrente, tan cercana, tan natural, hoy que había vuelto a respirar su olor, los recuerdos amenazaban con inundarle los ojos. Damián, como nunca antes, se había quedado absorto, sin palabras. Las cicatrices no terminan de cerrar nunca.

Afuera la lluvia y el frío arreciaban. La conversación dejaba atrás cualquier cantidad de lugares comunes, y se encaminaba a derroteros cada vez más íntimos, más intensos. Así, Damián fingió que no estaba enterado de que Paco, que luego Isidora y, finalmente, tres años después, Paquito, todos bien, gracias. Supo, eso sí de primera mano, que un departamentito de cuarto piso por el sur de la ciudad, luego Paco en su propio buffete, éxito grande, casa lujosa con jardín enorme y perro incluido, la niña ya a la primaria, y Jr. el año que entra. «No me puedo quejar. Tengo una buena vida», dijo Ximena con un leve dejo de ansiedad en la voz. Ella había fijado la vista en la pequeña tasa que aprisionaba entre sus manos. «A mí no me va tan mal», dijo Damián. «Después de la preparatoria [después de que te fuiste, Ximena, después de tanta soledad y tanta desesperanza, después de esa vorágine oscura en la que me hundí como un loco cuando rompiste tu promesa] entré a estudiar música. Sí. Un año de guitarra clásica. Luego, ya ves que me gusta dejar las cosas a medias, me salí. Anduve vagando un rato, haciendo de todo. Finalmente entré a estudiar administración o economía, o algo así. Luego me fui a estudiar una maestría. Recién terminé un doctorado y ahora soy un feliz y solitario profesor universitario», dijo Damián entrecomillando con sus dedos la palabra profesor. «Pero, ¿y tu vida?», preguntó Ximena. Ella había inclinado un poco el cuello. Un mechón de cabello le resbaló por el rostro. Con un movimiento de su mano lo colocó detrás de su oído. Damián notó una especie de mancha roja, difusa, cerca del lóbulo de Ximena [maldita sea Ximena, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué me miras de ese modo? Yo ya te había olvidado]. «Sí, lo sé, soy patético, mi vida se reduce a una buhardilla en el centro, a un montón de libros viejos, y a unas cuántas botellas de vino. Eso sí, de muy buen vino». Por un instante el rostro de Damián se ensombreció un poco. «Ah, también soy un terrible adicto a los muffins que hacen aquí. Yo creo que por eso estoy tan panzón», dijo él, sonriendo. La lluvia diluía la tarde. Ella no paraba de hablar, de interrogarlo. Él trataba de. Bah, sólo trataba, a secas.

El roce de sus manos fue fortuito. Sucedió en plena conversación, sin pensarlo. Ambos buscaban una servilleta justo en el mismo momento y nada más. Fue instantáneo, casi eléctrico: todo el pasado, lo que habían vivido juntos, se coaguló en sus memorias, el tiempo que habían estado separados se hizo trizas. Bastó un roce para que ellos fueran concientes de sus propios cuerpos, de su estar ahí, de esa vergonzosa barrera que la cotidianeidad había erigido entre ellos, y que ellos mismos se habían esforzado por hacer patente. Se derrumbaron así los pequeños mundos, burbujas protectoras de cristal que se habían construido para exponerlos uno frente al otro, como si no se conociesen tan profunda, tan odiosamente. Al tocarla, Damián la miró extrañado. No supo si fue el toque de aquella piel tan suya, o lo extrañamente helada que estaba Ximena, lo que le había producido el ligero estremecimiento que le recorrió la espalda. «Tengo frío» dijo Ximena casi como una súplica. Él la observó un instante, y luego desvió la mirada hacia la puerta. Ella asintió, aceptando. Todo era tan igual que antes. Había dejado de llover hacía ya un rato, el lugar estaba abarrotado y parecía sensato irse. Ella no lo dejó pagar. Salieron sin hablar y caminaron hasta donde estaba el auto. Ya era tarde, estaba oscuro y en la calle no había casi nadie. La ciudad parecía nueva, húmeda y refulgente [y tú Ximena, estás aquí, por fin estás aquí]. Por el canalete de la avenida corría un pequeño riachuelo que llevaba algunas ramas secas. Él vio pasar una hoja de papel con su otronombre escrito en ella, pero eso no le pareció extraño: siempre le sucedían ese tipo de cosas. En el ambiente flotaba una especie de aura ambarina que emanaba de las pocas lámparas que aún funcionaban. Caminar junto a ella resultaba tan agradablemente familiar y ajeno al mismo tiempo. Había como un acuerdo silencioso entre ellos, un acuerdo en el que las palabras no eran necesarias ya que hubieran empañado todo aquello en lo que no había nada qué decir. El asunto era dejarse llevar. Al fin y al cabo, eran un par de adultos que se encontraban después de tanto tiempo, sabedores de que se pertenecían, que los ligaba una promesa.

Ximena subió al estacionamiento a por el auto. Él la esperó afuera. Se entretuvo repasando lo sucedido durante lo que había sido, hasta unas horas antes, un día rutinario. Levantarse, un café antes que nada, ducharse, desayunar un muffin, leer el periódico. El auto era rojo, elegante, le iba bien a Ximena. Se abrió la puerta. Damián subió y Ximena lo recibió con un gesto que pretendía ser una sonrisa. Olía un poco extraño. Justo en el instante en que Damián ponía el seguro de la puerta recordó la nota que había leído por la mañana, en el periódico. De pronto todo tuvo sentido. Ahora se explicaba por qué el rostro ensangrentado de la mujer de la fotografía le resultaba tan familiar [qué bueno que regresaste, Ximena, ahora sí estaremos juntos siempre]. Nadie volvería a saber nada de Damián.



Nota leída por Damián

Guadalajara, Jal. 13 de agosto (AP). En un extraño accidente automovilístico fallece la esposa del connotado abogado, Francisco Urrutia Juárez, fiscal de la Zona Metropolitana de Guadalajara. En el accidente también perdió la vida el acompañante de la distinguida señora, quien hasta el momento no ha sido identificado. Agustín Suárez, comandante en jefe de la policía municipal señala que aún no han sido averiguadas las causas del accidente, pero ya se llevan a cabo investigaciones para deslindar responsabilidades. «Al parecer, todo se debe a una falla mecánica del vehículo, porque no se tienen otros automovilistas involucrados en el incidente», señaló Suárez. El cuerpo de la Sra. Ximena Calvillo de Urritia será inhumado mañana al mediodía en . . .


Por Ræncoria

jueves, agosto 12, 2004

El matriaterio regiomontano

El matriatero regiomontano es un caso interesante y con hartas características. Primero, hay que determinar que estamos hablando de un matriatero que se ufana de su glorioso pasado colonial. Diego de Montemayor es su estandarte principal, aunque él no haya sido el conquistador original. Con base en un esfuerzo identificado por la carne asada, el mitote y alguno que otro descarnado por el inclemente sol, el matriatero regiomontano surca la línea del tiempo para reafirmar su insistente labor de constructor del espacio urbano, de su constante lucha por sobrevivir en medio de altas temperaturas y de muchos animales ponzoñosos. Aunque, la matria fue olvida por el virreinato, el matriatero busca darle valor a lo hecho por sus antepasados. Pregona el nacimiento de una cultura de esfuerzo, de franqueza, de trabajo, en pocas palabras de enjundia en todo, para singularizar el lugar de origen. Cuentan entre sus argumentos coloniales, la abundante gastronomía consistente en pan mezclado entre tlaxcaltecas, españoles y mestizos; ricos dulces de leche producto del ganado vacuno y caprino; carne seca que deriva en la machaca tan afamada; el cabrito a las brasas que encanta preferentemente a los turistas; y tantos otros derivados matriarcarles que sería complicado de enumerar porque a ciencia cierta se diseminan entre los abundantes hogares regios nutridos de muy diversos platillos provenientes de muchas partes, tanto del ámbito nativil-local, como de España y Nueva España y sus alrededores.
Los matriateros regiomontanos están muy orgullosos del legado colonial. Aunque, de donde sacan más repertorio es del siglo XIX, centuria que dejó una huella muy honda entre los matriateros. Por un lado, por fin recibieron atención del centro del país al nacer la patria mexicana; y por el otro lado, expandieron su influencia a otros lares de la joven república. Es en este siglo, que por azares del proceso de integración nacional y regional (incluyendo los mismos avatares del vecino de las barras y las estrellas), la matria se erige como la esplendorosa y magnífica ciudad industrial. El proceso de industrialización alargado hasta el siglo XX, traerá consigo nuevos motivos de exaltación por parte del matriatero. A partir de ese momento se sentirá realizado por las grandes chimeneas, por las extensas factorias, por el vertiginoso cambio urbano. Contagiado por la predica empresarial de que lo característico del espacio es la calidez de sus habitantes y su don del trabajo, el matriatero se vanagloriará de su alto grado de especialización laboral, de su lealtad, de su competitividad, de su esfuerzo para el bien de la matria y de la patria.
Al juntar estas virtudes fruto de la fábrica y los valores emanados de la colonia, se traduce al matriatero actual. Aquél que siente hasta el tuétano el desierto y el humo, que suspira por su símbolo natural más expresivo de la matria: el Cerro de la Silla. No podía faltar su gusto musical, su redova, el acordeón, su chotis, su zapateado, sus cumbias innovadoras. Todo lo anterior, al ritmo de la carne asada y de una cerveza de la casa (Tecate o Carta Blanca). Por si fuera poco, el matriatero regiomontano tiene como pasatiempo importante el fútbol, los tigres y los rayados son prueba del desenfreno matriarcal salpicado de una alta dosis de capitalismo. Son memorables los clásicos entre estos dos equipos, el equipo ganador se lleva la gloria y los aplausos de los matriateros por un lapso de varios meses hasta que llegue la nueva revancha deportiva; los perdedores se sienten humillados y con los ojos llorosos por la caída de su escuadra.
El matriatero regiomontano siente la piel de gallina cuando tiene que dejar su terruño por estudios o negocios. Si sale dentro de la patria, tiende a resaltar la matria en todo momento, enumera los rasgos de forma disparatada y, en casos extremos, grita y golpea a los enemigos de su matria. Cuando sale al exterior, no se cansa de nombrar las bondades que tiene en su lugar de origen, el glorioso pasado de su matria, su industria, el desarrollo urbano, sus alimentos, hasta algunos despistados (sobre todo si son sus papás) enaltecen a los empresarios por su visión y liderazgo. La patria también es importante, pero nunca como su adorada matria. Sienten a la selección mexicana de fútbol, más no se desgarran como sí lo hacen con los tigres o con los rayados. Para ellos, la cerveza regiomontana es la mejor, al igual que su comida y sus excelentes costumbres.
Con voz fuerte (y no golpeada) habla directo y sin rodeos. Su matria lo enamora y lo proyecta hacia el futuro. El matriatero cabalga enjundioso en busca sus sueños, se siente protegido y triunfador, y con el ritmo de su himno (... tengo orgullo de ser del mero San Luisito porque de ahí es Monterrey) encara la existencia.

Cualquier parecido con la realidad del autor es mera coincidencia... El Ruidohablador a 11 de agosto de 2004.

lunes, agosto 09, 2004

El matriatero (parte I)

El matriatero es aquella persona que tiene un gran amor a su terruño a la usanza de Luis González y González. Aquél que desde sus adentros promulga una gran querencia a su cuna, al lugar de origen, al asiento de su áspera existencia.
Conocedor del espacio donde ha ejercido su cotidianidad, enaltece al barrio, la comida, la vestimenta, la forma de hablar, los modales, los gustos, sus usos de supervivencia manifestados por su apego religioso, su equipo de fútbol favorito.
Cuando viaja, solloza enormemente la necesidad de su matria. Los recuerdos le llueven al por mayor. Se acuerda de los platillos que le preparaba su madre, de los viejitos de la plaza, de los chistes de la tía chole, de los días de campo, de corretear a la lagartija, de espiar a las muchachas en el río, de contar historias macabras en las nocturnas sombras del panteón. En fin, cuando cruza la línea divisoria de su pueblo y otros lares, se desploma, le sale lo matriatero promulgando el dicho: como mi matria no hay dos. Y no se diga cuando traspasa las fronteras de la patria, se siente pavorreal matriatero, es patriota, pero más matriatero. Siente más el espacio donde nació, donde dio sus primeros pasos, donde jugó todas las tardes, donde se descalabró escalando una barda de adobe, donde aprendió las artes amatorias, donde cursó la enseñanza elemental de la vida. Pregona su color nacional, llora por la añoranza de sus connacionales, por su bandera, por su himno; pero le puede más su familia y su pueblo.
El matriatero ama las tradiciones emanadas de su terruño, la modernidad y la globalización le viene guango. Aspira a que prospere la gente, pero conservando el preciado tesoro que le heredaron sus parientes, es decir, sus costumbres. A veces, siente que éstas últimas desaparecen al paso del tiempo, pero se aferra desesperadamente por conservarlas. Cuando no puede hacerlo, se resigna anhelando el pasado.
Cobijado por la matria, vaga los rumbos haciendo camino y conquistando veredas. Cuando alguien osa maldecir al terruño, saca las uñas y lo defiende con ahínco y fuerzas del más allá.
Para finalizar el breve recorrido del matriatero inicial, sólo resta decir que todos lo llevamos dentro. Incluso, los portavoces de la modernidad, quienes abanderando una causa de avanzada y de alta tecnología, suspiran por el remedio casero de sus familiares en momentos de angustia interna, de las ocurrencias de sus abuelitos, del panecillo en las tardes con leche coloreada por el chocolate, del masaje cura todo de las sobanderas, en fin, lo matriatero nunca muere.
Aquél que no se considere un matriatero es un m...

Desde el palomar de los silencios 2, el Ruidohablador. 3 de agosto de 2004.

viernes, agosto 06, 2004

I, human

Ayer vi por segunda vez —gracias a circunstancias ajenas a mi voluntad— la película de I, Robot . La primera ocasión traté de acercarme a dicha película sin ningún afán pseudo–analítico ni nada parecido. Quería disfrutarla como una obra de ciencia ficción basada en textos de un autor que desconozco totalmente. Y sólo eso. Pero en esta segunda ocasión mi mirada fue otra. Ahora la atención se fijó no tanto en los personajes centrales, sino en los elementos del segundo plano, en los argumentos subyacentes y cosas por el estilo. En principio había pensado —antes de comenzar a escribir— en poner de relieve los tintes y resonancias racistas que se destacan en buena parte de los argumentos. Así, iba a decir que las ideas de esclavitud y negritud resultaban significativas para desenmarañar la hipótesis anterior. Creo que una escena que condensa e ilustra en buena medida lo que quiero decir es aquella en la que Mr. Robertson, junto a su equipo de abogados, va a la estación de policía a reclamar la potestad de Sonny, el androide al que Spooner acusa de asesinato. En dicha escena la voz cantante la ostenta Mr. Robertson —casi un arquetipo ario—, mientras que el resto de los personajes es colocado en una posición de subordinación que raya casi en lo sumiso. Recordémos que Mr. Robertson literalmente le truena los dedos a su abogado de color para que entregue un amparo. La respuesta del jefe de la policía es tímida y titubeante, por lo que Spooner sugiere llamar al Alcalde de la ciudad para lograr retener a Sonny. Antes de que eso ocurra, Mr. Robertson ya tiene lista una conferencia, vía celular, con el Alcalde, lo cual muestra la influencia y poder de “el hombre más rico del planeta”, como lo llama Spooner en su primer encuentro con él. Y esa escena no es la única. Pero de lo anterior mejor no hablo porque implica entrar en vericuetos que no tienen salida. Creo que mejor me quedo con la reflexión que me produjo la primera vez que vi la película, la cual gira alrededor de lo que nos hace ser humanos. Este tema ha sido discutido por personajes tan dispares como Rob Zombie, Nietzsche, Heidegger, Hegel, Platón [quien era un tipo que cuando estaba borracho le gustaba que lo llamaran] Sócrates, Aristóteles, Heráclito, Parménides, Layne Staley (coloque aquí a su pensador de preferencia), etc. Es, incluso, quizá hasta más popular que el tema de la inmortalidad del cangrejo (¿realmente serán inmortales tales animalitos?). De cualquier modo, el tema se me vino a la cabeza porque recientemente lo leí en el blog de Antonio Marts, (un verdadero escritor y no un pálido intento como yo).


En fin, en el citado filme se exploran algunos aspectos que podrían servir de respuesta a la mencionada interrogante (no la de los cangrejos sino la de los humanos). Cabe mencionar, de entrada, que difícilmente será posible dilucidar la esencia del ser humano en un humilde blog como éste. Así, más que presentar algunas respuestas, con lo que me quedo es con un montón de preguntas, de las cuales planteo algunas aquí (mi hermanillo tiene una teoría con respecto al egoísmo como elemento definitorio del ser humano, pero eso es harina de otro costal). De este modo, para iniciar, me parece que una de las escenas que pone de relieve la discusión con respecto al ser humano es la del interrogatorio que Sponner le hace a Sonny en el precinto de la policía. Ahí se nota cómo Spooner intenta definir(se) y diferenciar(se) lo que él es con respecto a Sonny a partir de la desligitimación de las pretensiones de humanidad de este último. De lo que no se da cuenta Spooner es de que Sonny está aprendiendo a ser humano. ¿Acaso las emociones que muestra el robotín no son humanas, quizá demasiado humanas?. ¿Acaso el aprendizaje del guiño no convierte a Sonny en un tipo digno de confianza para Spooner, al grado que le confía la vida de su morra, la Dra. Calvin? ¿Acaso los giros en el lenguaje de Spooner (de ser una cosa, un algo, Sonny se transforma en un alguien) cuando se refiere a Sonny no lo van humanizando poco a poco?. Lo que quiero decir es que, en última instancia, los cimientos de lo humano son culturales. Al principio, para Spooner, Sonny era como una simple imitación de la vida humana. El propio ser de Sonny era siempre un «como si», casi una especie de realidad virtual. Pero ¿acaso nosotros mismos, tú, en este instante que lees, no está inmerso en una realidad virtual? Y esta virtualidad (este vivir «como si»)no se reduce a las cuestiones cyberinternéicas. Esto se transmina al ámbito de la vida cotidiana: ¿acaso no endulzamos nuestro latte matutino con algo que es «como si» fuera azucar? ¿Acaso no descongelamos nuestra comida en algo que es como si fuera lumbre (el microwave)? ¿Acaso el mismo maíz que comemos en las tortillas (nuestra esencia, casi una definición de la mexicanidad, según algunos) no está modificado genéticamente (es como si comiésemos tortillas)? Es innegable que la realidad virtual no es una cosa del futuro. Más bien, la RV es algo con lo que lidiamos día a día. Si Sonny termina al final de la película, por humanizarse, por aprender a ser humano: ¿ocurre lo mismo a la inversa? ¿Acaso en la medida en que convivimos de manera cotidiana con la RV nos deshumanizamos, nos convertimos en cyborgs (cada día más nos despegamos menos de nuestros walkman, de nuestros cellphones, de nuestras laptops, de nuestras agendas electrónicas, casi al grado de que todo ello se va convirtiendo, con el tiempo, en extensiones de nuestro prpio cuerpo)y construimos identidades transhumanas, para utilizar la figura expresada por Martin Mora (udg)? Para finalizar esta pseudoreflexión iba a apelar a la famosa pregunta por el ser, hecha por Heidegger. Pero no, mejor acudo al blanco/santo horror de lo real, expresado por Hegel. Creo que eso condensa mejor cómo me sentí ayer al salir del cine. Maldito cine. Maldito Robot. Yo hoy digo I, human...

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